"Se prepara, pues, en nuestra colmena la enjambrazón, esa gran inmolación a los existentes Dioses de la raza.
Obedeciendo a la orden del espíritu, que nos parece poco explicable, porque es exactamente contraria a todos los instintos y a todos los sentimientos de nuestra especie, sesenta o setenta mil abejas, de las ochenta o noventa mil de la población total, van a abandonar a la hora prescrita la colmena materna. No partirán en un momento de angustia, no huirán, en una resolución súbita y despavorida, de una patria devastada por el hambre la guerra o la peste. No; el destierro ha sido largamente meditado y la hora favorable pacientemente esperada. No la dejan si no en el apogeo de su dicha, cuando, después del asiduo trabajo de la primavera, el inmenso palacio de cera, con sus ciento veinte mil celdas bien ordenadas, rebosa de miel nueva. Nunca es tan hermosa la colmena como en vísperas de la renuncia heroica.
En fin, es el espíritu de la colmena el que fija la hora del gran sacrificio anual al genio de la especie, en que un pueblo entero llegado al pináculo de su prosperidad abandona de pronto toda su riqueza, su palacio, su morada y el fruto de su trabajo, para ir a buscar lejos la incertidumbre y la penuria de un patria nueva. Es un acto que, consiente o no, supera ciertamente a la moral humana. Siembra, dispersa con seguridad a la población feliz para obedecer a una ley más alta que la felicidad de la colmena.
Aquí, en la nueva morada, no hay nada: ni una gota de miel, ni un jalón de cera, ni un punto de mira, ni un punto de apoyo. Es la desnudez desolada de un monumento inmenso que no tiene más que el techo y los muros. Las paredes, circulares y lisas, no encierran más que sombra, y en lo alto de la bóveda se redondea el vacío."
Tomado de: La vida de las abejas, Maurice Maeterlinck